Algunas parejas con hijos, conscientes de que una separación
les va a repercutir enormemente, van postergando esta decisión. Sienten como el
amor que una vez les unió, se ha escapado a hurtadillas por la ventana, el respeto
también huyo con él, pero bueno… se quedo la incomodidad, los reproches, la
decepción y la tristeza.
Hay
progenitores que se quedan paralizados en ese ambiente más conocido, no por
ello más óptimo, justificando que lo hacen por sus hijos. Pero siento decirlo,
flaco favor les hacemos, esto será una factura pendiente que tendrán que estar
pagando “no me separe por vosotros, pero he sido tan infeliz”. Qué precio más caro “se sacrifico por mi”,
creando un sentimiento de culpa, conflicto de lealtades y de deuda, tremendos.
Podremos
pensar todo esto, con la mejor intención, seguro…pero no nos engañemos, no es cierto.
Hace falta tener valentía, para mirarnos con la suficiente sinceridad y
buscar dentro de nosotros. ¿Qué nos hizo quedarnos? A pesar, que a nuestros
hijos, no les podemos ofrecer un ambiente en armonía, unos padres tranquilos,
ni un modelo de pareja que se respeta y ama maduramente, con sus más y sus
menos, pero con amor.
La estructura familiar va a cambiar, por supuesto. Algunas mamas dicen entre lagrimas “yo quiero que mi hijo viva con su padre”, es cierto los hijos necesitan a ambos padres. Aunque no a costa de todo, la “carga” de silencios forzados, las malas caras, la indiferencia rondando por todos los rincones, discusiones sin fin o en el peor de los casos, agresiones, viviendo en un caos continuo. En el que se sienten muy angustiados, porque intuyen el ambiente enrarecido, de un hogar que es todo menos seguro y confiable, esperando que en cualquier momento, se desate la tormenta.
Nuestros hijos ven nuestras actitudes, aunque las
disfracemos de conformidad, siendo éstas el caldo de cultivo, con que se irán identificando y construyendo su
personalidad, su forma de ser y de sentir el mundo, incluidas las relaciones.
José cuenta “mis padres discutían y yo me escondía en el
baño, no podía soportarlo, pensaba: “¡qué paren por favor, qué paren ya”.
Lloraba fuerte, intentando poner un freno al descontrol, que sus padres
creaban. Esto hizo que poco a poco, fuese adquiriendo una actitud pseudoadulta
y perdiendo su mundo de niño, para estar continuamente conectado con el “termostato”
emocional de la familia, andando de puntillas, por si acaso.
María sumergida en el marasmo familiar y con unos padres
que no se podían sostener, aprendió a no creer en lo que
ellos le prometían, sintiéndose en tierra de nadie y con una visión de franca
desconfianza ante las relaciones con los demás.
Sin embargo, si podemos ser honestos con nosotros mismos
y si nuestra relación de pareja está
terminada, tomar la decisión de separarnos no desde la culpa, sino desde la
madurez, quizás sea lo más adecuado. Aunque nos de vértigo al pensar, como reiniciar
nuestra vida. Si somos capaces de sostenerlos, calmarlos y acompañarlos en este
proceso, nosotros creceremos y ellos también, sabiendo que sus padres no están
juntos, pero si cada uno presente desde su lugar.